lunes, 16 de marzo de 2009

La actriz, relato de un viaje.

Érase una vez un hombre joven dotado de abundante nostalgia
Robert Walser

La actriz ejercitaba el oficio de la actuación en una ciudad que se desintegraba sin prisa a orillas de un río que los habitantes habían declarado mar. Gran parte de ellos eran ancianos que desmemoriados de sí, jugaban a volver a ser niños; con el olvido desquiciado, desmesurados de locura, avanzaban a paso lento por las calles de aquel lugar que por ausencia de almas y a fuerza de maquinales costumbres, se empeñaba en parecerse a un pueblo pero jamás a una ciudad. En la playa, jóvenes taciturnos con la mirada impregnada de azul, imaginaban ansiosos épicas travesías y gestas libertadoras. Él río, ése que “habían declarado mar” como irónico bufón con aires huracanados creaba simulacros de tormentas. Una vez más resentido en su amargo dulzor, con magníficos artificios ponía en práctica su venganza, otras aquietaba el agua, despertaba abismos, espejaba monstruos, convertido no ya en mar sino en pozo. Así el acuático bribón encarcelaba los sueños de aquellos jóvenes que pensaban en el mar como un lejano recuerdo o una ensoñación. En una de las márgenes de la plaza, sobre una explanada, se erigía el coliseo. Una vez más, como augusto señor e importante mecenas patrocinaba el arte de la actriz. La noticia se había propagado en diarios y pasquines de páginas muy coloridas poblada de unos extravagantes personajes que decían pertenecer a la “alta sociedad”. Dictaban sentencias morales como: “Hay que viajar a la India para transformarse en más bondadoso”, que firmaba un pretendido monarca con ideas colonizadoras y mezquinas. También daban consejos que intentaban apaciguar la angustia que despierta el ocio. Como poción catártica, el anuncio del regreso de la star, con una fotografía retocada para vender juventud eterna, habilidad indispensable para convertirse en una pieza destinada a la sacralidad. Pero aquella imagen contrastada con la realidad, interpelaba a la mujer con su propio espectro. ¡Iba a comenzar la función!... Las luces de la sala comenzaron a apagarse lentamente, la oscuridad cedió ante el silencio. Un haz de luz atravesó el espacio: extravagante, exquisita, con una pretenciosa fascinación avanzaba. Su voz comenzó a encantar un círculo mágico de luz sonido y movimiento produjo que me olvidase del mundo hasta que estrambóticos sonidos profanaron el éxtasis. Me encontraba rodeado de viejos aplastados unos sobre otros, con quejidos casi agónicos, adormilados, los miembros inmóviles, como si estuvieran muertos. La actriz con leve reverencia llevó a cabo su ritual de agradecimiento, pero al levantar con altivez el rostro una mueca de tensión lo contrajo. El augusto amante y protector la había abandonado, el teatro estaba vació. Mi aplauso se prolongó con intensidad tratando de contagiar a la indiferente y poco numerosa platea, ella reclinó la cabeza una y otra vez, con reverencias renovadas. Saludó a la nada y se perdió entre cajas. Yo me di cuenta de que aún era joven; salí para la playa donde los muchachos bailaban al compás del tamboril. A los pocos días tome el ferry y partí.
Isaúl Ferreira Olivera